Verano en la city
Crónica de un verano húmedo, pesado y lento en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires
Para quienes no nacimos en una metrópolis y gran parte de nuestra existencia transcurrió entre ciudades pequeñas, casas bajas, almacenes de barrio y la auto comprobada profecía del “pueblo chico, infierno grande”, el verano tiene para nosotros connotaciones místicas: La brisa caliente que penetra por los poros, el sonido hueco de los coyuyos (chicharras, si es que Usted no es norteño) perforando la quietud de las tardes, las noches de sentarnos en la vereda a compartir trivialidades, la sensación (no siempre) placentera de que el calor agobiante desacelera las horas…
Sin embargo, hoy no es el tal caso. Este día, por estas horas, el verano nos encuentra por primera vez en la CIUDAD, aunque muy en contra de la voluntad personal, es válido agregar. Y, siendo que, no puedo optar en dónde estar en el aquí-ahora y aún no disponemos de la maravillosa teletransportación, sí puedo en cambio elegir sobre qué escribir y hacer de ello una descarga.
Lo que sigue a continuación es una recopilación de ideas cruzadas sobre la experiencia de transitar los meses estivales en Buenos Aires; una crónica quizá innecesaria pero no por ello menos divertida. Aquí vamos:
Lo primero que debo decir es ciertamente incómodo, pero urgente: Me resulta antinatural la idea de un verano en la ciudad. Como si se tratara de un desfasaje cuántico, pasar los días con temperaturas que superan los 35° en torres grises de cemento es, cuando menos, inquietante para cualquier ser humano que conozca un mínimo de lo que ocurre un poco más allá de la General Paz. A la par de eso, aparecen propuestas que representan verdaderos desafíos poéticos: Playas artificiales, mini ventiladores portátiles, personas en cuero -literalmente- trotando bajo los rayos del sol de la siesta… En definitiva, escenas jamás contempladas por una provinciana rasa.
El calor del verano, su percepción en el cuerpo, es otra cuestión particularmente diferente en la city. Mientras que en cualquier pueblito o ciudad intermedia, el calor se experimenta como la sensación de estar continuamente bajo una lupa al sol cuyos rayos penetran aguzadamente la carne sin guarida o escape posibles; en la ciudad permanece una atmosfera de vapor que genera la impresión de estar en el interior de una cabina de sauna gigante. Las extremidades pegajosas, las cabelleras infladas por ese halo húmedo y la displicencia de inhalar y exhalar sistemáticamente la polución del ambiente son prueba de todo ello.
El calor ubica y alecciona. Haber crecido en una provincia en la que en 8 de los 12 meses del año la temperatura promedio se acentúa en los 38° me enseñó algunas cosas: Los santiagueños sabemos que el color negro no se nunca lleva durante el día, que la siesta es, paradójicamente, nuestra hora predilecta y prohibida a la vez, que no existe mayor recompensa que una botella de agua congelada y que, cuando ya no podemos quejarnos más del agobio, no nos queda más que la quietud, el reposo impuesto.
En Buenos Aires ni el verano ni su calor asfixiante desaceleran los impulsos motores, muy por el contrario parecieran obligar a todos a desplazarse frenéticamente como hormigas de un lado a otro. Las peatonales, los subtes, oficinas, bares, plazas, galerías rebozan de gente a toda hora. Es como si, de alguna forma, lejos de doblegar la volición y las ganas, las altas temperaturas obligaran al citadino a buscar una distracción, un placebo que los estimule a cumplir a rajatablas las rutinas.
En el norte, el verano y la sequía son metonimia, una extensión una cosa de la otra. En ese sentido, la lluvia es casi siempre una promesa rota, una espera inútil. Y veces cuando llega, inesperada y en general acompañada de ventarrones de polvo, lo hace de paso, siempre dejándonos queriendo más. En cambio, mis días en la ciudad me revelaron una satisfactoria conclusión: La lluvia aquí es un visitante anticipado, que aparece en el día y la hora que cualquier pronóstico indique. Es más, con algo de suerte, es posible que tras su arribo uno se quede con la perla de terminar paseando por Avenida Corrientes llevando una campera liviana o de prescindir, al menos por una noche, del frescor artificial del aire acondicionado.
Probablemente en este punto, Usted ya pasó al menos unos cinco minutos leyendo estas palabras y espera el momento de las definiciones: ¿Si este texto no es una guía útil para combatir las altas temperaturas, entonces qué es? ¿cuál es su objeto o su gracia? La realidad es que no hay respuesta para ni una ni otra cosa.
Esta crónica fue producto de permitir el ir y venir incesante de mis pensamientos, de mis sensaciones y percepciones, de darles la oportunidad de divagar libremente hasta encontrarse entre si y fundirse en algo parecido a una idea, con el calor veraniego como cortina de fondo. Fue cuando dejé de buscarle un propósito que entendí que no era necesario encontrarle uno. El ejercicio de aislarme de mis recurrentes preocupaciones (¡Hola crisis de recesión argentina!) situarme en el aquí, en el ahora, conmigo misma y sin que intervenga alguna noción de rédito o hiper productividad, fue una entrañable delicia.
Sea como fuere, en un campo estrellado o en el medio de una inmensa avenida, el verano sigue siendo -discrecionalmente para mí- esa estación donde confluyen lo esotérico y lo mundano; esos meses en que el fuego interno se funde con el externo y en la pesadez del aire flota una sutil propuesta a la contemplación de la propia existencia.
¡Si llegaste hasta aquí, gracias por leerme una vez más!
Antes de irme, un par de obsequios para hacer más llevaderos estos últimos días de calor:
Este libro: “Crónica del Pájaro que da cuerda al mundo” de Haruki Murakami
Esta bebida: No me gusta el café, pero encuentro cierto gusto en un buen café frío. Para hacerlo, mi fórmula personal incluye: Café instantáneo, leche descremada (puede ser también de coco o almendras), cacao, mucho hielo y un baile en la licuadora. Me agradecen luego.