¿Alguna vez te pusiste a pensar cómo te entretenerías o pasarías hoy el rato si no tuvieras a mano hoy tu celular y acceso a internet? Antes de responder, deberías tomarte unos segundos para imaginar-te en esa realidad.
Aunque para las generaciones más jóvenes los seres humanos venimos al mundo con un smartphone incorporado en nuestra biología, lo cierto es que hace no mucho tiempo la vida diaria se deslizaba entre escenas y situaciones que hoy se percibirían como atípicas y también, claro, entrañables. Por ejemplo: No siempre fue posible consultar Google Maps para llegar a una latitud desconocida y si tu turno para la consulta médica se retrasaba más -mucho más- de lo tolerable, debías rogar porque en la sala de espera hubiera un revistero a mano y con opciones, cuando menos, del año que transcurría. Ni hablar de la frecuencia y el volumen con la que la información o las principales noticias llegaban a nosotros. Desde luego, estas referencias están absolutamente vinculadas a la cotidianidad y en cómo la tecnología contribuye a simplificar algunos aspectos de esta.
Ahora, si hablamos de “entretenimiento” y formas de dejar que las horas simplemente se disuelvan, la cosa se pone diametralmente más compleja. Para todo ello, están siempre al servicio de nuestro tiempo, niveles variables de hastío y likes los influencers y content creators. Sí, por supuesto que saben de qué hablamos. Estas dos especies, gemelas pero no siamesas, cuya naturaleza, y por tanto su causa final, se haya en las capas más superficiales de las redes sociales de mayor alcance, representan una dualidad que de la que quizá ni siquiera ellos mismos son conscientes (aún). Permitidnos desarrollar.
Entretenimiento es una palabra honda y cargada de subjetividades. Por ello y aunque a nuestros sujetos de estudio les pese, les sienta bien. Nos entretienen. Colaboran con lucidez y cierto talento a hacernos los días un tanto más llevaderos; nos evitan chocar de golpe y frente contra la más existencial tendencia humana: El aburrimiento. Y, para combatirlo, están ellos influencers, al alcance de nuestra compulsión por scrollear . Están allí al despertar, están cuando el insomnio hace estragos en la madrugada, mientras esperas en la fila de un banco, cuando llegaste unos minutos antes a tu reunión, para evitar el contacto directo con quienes nos generan palpable incomodidad, están al comer, al ir al baño… Están. Están incluso cuando no lo notamos y en los tiempos muertos del ir y venir contemporáneo con sus memes, vídeos, reels, storys, tik toks.
Y los hay de todas las ramas y especies. Como un catálogo -o más bien un caleidoscopio que induce a la psicodelia- que contiene una opción casi precisa para gusto y/u obsesión. Hay influencers y creadores de contenido de política, ciencia, moda, economía, arte, humor, marketing, salud, psicología, mindfullness, emprendedurismo, gastronomía, turismo, literatura, videojuegos, sexo, los hay experimentados y de aquellos que sólo tuvieron un topetón de suerte (es decir, sin nada en específico que aportar). Hay, incluso, influencers que te enseñan a cómo pasar a ser parte del club y convertirte en uno más -no shit-. Usted pida que Mark Zuckeberg proveerá y las las horas habrán transcurrido sin sentido alguno.
No hay una manera minuciosa de definirlo o darle forma con palabras. Hay algo en ellos que nos hace querer ver siempre más de ellos, incluso aunque muchos ni siquiera sean de nuestro agrado por su estilo de contenido o el personaje que encarnan. Una vida que -al menos así parece serlo- transcurre entre eventos, regalos exclusivos de marcas y bajo el principio rector de mantener a un público anodino y anónimo entretenido, suena ostensible; pecaminosamente seductor para el espectador. Y, después de todo, pasar horas mirando tik toks e historias de Instagram no tiene grandes consecuencias para nadie, o eso al menos es de lo que tratas de convencerte cuando la fatiga visual y sonora mezclada con una extraña sensación de culpa comienzan a colarse entre tus pensamientos.
Habíamos deslizado la idea de que quienes hacen de su profesión -y su vida en grande aspectos- la exposición en redes sociales, cargan con una curiosa dualidad. Crear contenido con la finalidad de entretener a otros y hacerse de un colchón de fama propio, no tiene nada de malo en los hechos, con honestidad. Lo que agita verdaderamente es el exceso, el mucho -MUCHÍSIMO- de todo que aplasta los filtros y pulveriza los criterios, vaciando de sentido -y belleza- todo aquello en lo que los batallones influencers decidan incursionar.
Será quizá que por cada rubro existan cientos de ellos, cada uno dueño de su impronta, pero todos en simultáneo adosándose una cuota de autoridad -y superioridad- sobre el tema en que se desenvuelven, lo que crea y alimenta a la vez una gran bola girando continuamente sobre sí misma; esa mescolanza de temas, enfoques, clichés, tendencias de naturaleza cuestionable, desconexión de la realidad y un nivel de expertise relativo. Y claro, es allí cuando aparece el efecto narcotizante, la sensación de un consumo vacío, que no encuentra motivación o que ni siquiera recae en lo aspiracional. Lo vemos porque sí, porque está allí, porque se sobreviene ante nosotros sin ningún esfuerzo.
Sobre lo que versa entre lo real y lo impostado, en ese universo ínfimo que separa el glam de lo auténtico -lo mundano-, nuestros influencers han dicho y hecho demasiado por desdibujar esa línea. Convencernos de que todo aquello que nos muestran, ostentan y comparten con nosotros es, real y efectivamente, parte de su día a día, nos sumerge en esa misma sensación de inocuo pasar… Como si fuera que el darnos una cuota de participación en su fasto, encuestas mediante, pudieran acercarnos un lugar de convergencia, donde sentirnos identificados y/o cercanos ante una realidad en la que las discusiones parece oscilar entre el labial viral de Clinique o la última tendencia de tik tok.
Pero resistiendo, al menos esta vez, de caer en la urgencia de hablar del fomento sutil y bien curado hacia un consumismo histérico de cada tendencia que se haga un lugar en la entropía digital, los influencers pueden ser también -sin quererlo o saberlo- víctimas de su propia empresa. El crear contenido 24/7 intentando abarcar la mayor cantidad posible de aspectos de la vida diaria para consumo y piacere de las casi 5.000 millones de personas que tienen una cuenta en alguna red social, debe resultar verdaderamente ensordecedor y puede que, incluso ellos mismos por más de una vez sientan en la piel propia la sensación asfixiante de una pérdida de sentido.
Sabemos que es fácil tirar de la alfombra y ponerlos en el banquillo a ellos, pero ningún influencer o creador de contenido puede hacerse de su dominio digital sin una considerable cantidad de seguidores o, en su acepción friendly, comunidad. En un principio dijimos que no hay puntos negativos en querer ganar éxito a través de las redes sociales, como así tampoco los hay en su consumo por cuestiones de la más llana diversión. Aún así, en la era de la desinformación, las fakenews y la adefagia por ocupar el spotligth por al menos unos micros segundos, es importante afinar el criterio como nativos digitales.
Lo que ocurre en los reductos del internet trasciende o se evapora también por acción de cada uno de nosotros. Esa premisa, se amplifica cuando el contenido en cuestión es generado por un influencer, cuyo alcance y nivel de réplica puede ser sencillamente incalculable y más aún, cuando la veracidad de la información y la publicidad, entran a formar parte de la ecuación. Claro, no por qué ellos compartan cierta data o concedan notoriedad a determinados productos y/o servicios implica una respuesta automática de nuestro lado, aunque es justamente su rol de “influenciadores” lo que, hasta cierto punto, nos vuelve permeables a su exquisito y muy codiciado punto de vista.
Terminar un artículo o cualquier ejercicio de escritura, dicen quienes más saben, necesita de una conclusión, un epílogo, algo que retener en las ondas del pensamiento. Lo cierto, es que al desarrollar el extraño caso de las celebrities digitales, ninguna resolución particular se delineó. Esto, porque certeramente porque podemos decir mucho sobre ellos, sin decir nada puntual realmente. Otra vez el vacío, el precipicio…
O quizá, si el maravilloso Scott Fitzgerald tuviera que escribir hoy “El Gran Gatsby”, su obra cúlmine, podríamos imaginarlo mirando de reojo y con extraña fascinación el mundillo de nuestros influencers, con sus excesos y shows unipersonales, con esa glorificación constante de lo absurdo.